Discurso María Camila Nieto (Profesora)

El 1 de junio de 1978, a la 1:30 de la tarde, se inauguró en el Estadio Monumental de Buenos Aires, Argentina, el Mundial de Fútbol. En las calles de todo el país vibraba el jolgorio de los hinchas, ilusionados de verse convertidos en campeones mundiales. La Junta Militar, en cabeza del General Videla, había vigilado cada detalle de la organización del evento y, sobre todo, de su cubrimiento mediático. “Los argentinos somos derechos y humanos”, rezaban las calcomanías publicitarias, mientras diversas entidades se encargaban de silenciar las denuncias de los crímenes de Estado que ya empezaban a circular. La imagen del país estaba en juego; los argentinos debían aparecer ante el público internacional como un pueblo unido, próspero y, ante todo, civilizado

Obsesionados con los códigos del ‘orden’, los medios oficiales hicieron una petición inédita a los aficionados: que no tiraran papelitos al campo; que, por favor, dejaran esa tradición vulgar, síntoma de ‘suciedad’ y ‘desorden’. Pero no hubo manera de detenerlos; partido tras partido, el césped quedó, como un paisaje de nieve blanca, cubierto de papelitos. Según cuentan algunos historiadores, fue un gesto colectivo e intencional de rebeldía; según dicen otros, los argentinos simplemente hicieron lo que habían hecho siempre. Lo cierto es que, inofensivos o irreverentes, estos ‘mugrosos’ papelitos se convirtieron en paradójicas piezas de una batalla simbólica. Por un lado, contribuyeron a engrosar la cortina de humo de la dictadura; por otro, pusieron el orden en suspensión; visibilizaron aquellos rinconcitos de la cultura popular que la mano del régimen no podía controlar.

¿Y por qué cuento yo una historia de fútbol en este grado? ¿Porque soy hincha y amo las analogías futboleras? No; lo poco que sé de fútbol lo aprendí este semestre. ¿Porque es mi atajo para contarles, de nuevo, que una vez vi a Maradona en La Bombonera? Bueno, un poquito. Pero no; la traigo a colación porque en esta historia se entretejen varios de los temas que me obsesionan y sobre los cuales he reflexionado sin parar, en estos últimos años. Esta historia habla de violencia y cultura, pero sobre todo, problematiza dos tensiones que me intrigan: aquella entre el ‘orden’ y el ‘desorden’, y entre la ‘obediencia’ y la ‘desobediencia’. Es una historia sobre lo que sucede cuando, como individuos o como comunidades, cumplimos con las reglas y los parámetros establecidos por las autoridades, o cuando, intencional o inadvertidamente, los rompemos.

Hace un año, en una de esas reuniones que son mitad trabajo, mitad charla, Carlos dijo que la magia de Qualia se debía a que aquí “operaban, en perfecto equilibrio, las fuerzas del orden y del caos”. Como buenos científicos del ocio que somos, procedimos entonces a dibujar una línea en el tablero, -a la derecha el orden, a la izquierda, el caos - y fuimos ubicando los nombres de cada profesora y profesor en ella. Yo, por supuesto, quedé en la punta derecha, junto a Cata, casi encima de la O, lo cual indicó que, sí, inclusive en un espacio compuesto exclusivamente de profesores, soy la nerda del salón. Soy la que escribe instrucciones de dos páginas, la que molesta con las fechas límite, la que insiste en “el número de palabras” y que repite incansable “Chinos, en la Universidad….”. Y si se encuentran conmigo en la cicloruta, también seré la que les pida que crucen por la cebra y que se pongan bien el tapabocas. 

Pero en Qualia, sin embargo, he descubierto que mi relación estética, epistemológica y política con el desorden es bien diferente. Un descubrimiento que he hecho gracias a ustedes, eleventh graders, (no porque sean caóticos y nos neutralicemos mutuamente; aunque a veces), sino porque sus preguntas, su genuina curiosidad, sus ojos abiertos y sus palabras generosas, me han motivado a sumergirme en un mundo de temas que hace unos años casi ni conocía. Con ustedes me obsesioné con las vanguardias artísticas (estéticas del desorden por excelencia); gracias a sus intereses descubrí el territorio de conflictos y rebeldías que es el fútbol. Con ustedes he roto todas las reglas cronológicas e inclusive, las barreras entre la realidad y la ficción, sin reparos. Hemos saltado del siglo XIX al XXI, de Georgia, al Cauca, a Japón; hemos puesto a hablar a Ray Charles con Doris Salcedo, a Marylin Manson con Artie Spiegelman, a Mohammed Alí con la Minga indígena. Hemos hablado de inodoros y fusiles, de poemas bilingües y estatuas caídas, de narraciones no lineales y boxeadores irreverentes, a veces, en una misma semana. Hemos sido académicamente inexactos, geográficamente desarticulados, intencionalmente anacrónicos.

Y en ese camino creo que hemos ido concluyendo juntos, también, que, como afirmaba MLK en su carta de Birmingham, orden no es sinónimo de justicia, así como estabilidad no es sinónimo de armonía, y legalidad no es sinónimo de civilización. Hemos visto que a veces las máquinas más perfectamente funcionales están aceitadas con el sudor de comunidades enteras; que a veces las estatuas más sólidas y grandiosas se yerguen sobre cementerios; que a veces, como en las pelis de Tarantino, detrás de los protocolos y las formalidades, se asoma la barbarie.     En el 78 Videla alababa la civilización argentina, mientras a metros del Monumental, se desnudaban y teñían los cuerpos de los futuros desaparecidos. En la Estados Unidos de Jim Crow las leyes velaban por la castidad de las mujeres blancas, mientras miles de hombres negros colgaban de los árboles, para ser devorados por los cuervos. Aquí, más cerquita, las FARC realizaban solemnes juicios de guerra antes de condenar a niñas de 15 a la pena de muerte, y las AUC leían decretos en los que prohibían las malas fachas y las groserías, después de tomarse pueblos enteros a sangre y fuego. Todos los días en Colombia, como el triste coronel a quién nadie escribía, miles de personas envejecen en la espera; la espera de un cheque que reconozca años de trabajo o de una autorización que reconozca que su salud es un derecho y no un negocio. Hay, en estas historias, siempre un protocolo, un orden establecido, amparado por un marco legal, legítimo o ilegítimo. Pero en todas ellas también hay y hubo, como habrá, esperemos, mugrosos desadaptados, desordenados, desobedientes, que rasgarán sus papelitos o se sentarán en la silla del bus que no les corresponda; que seguirán denunciando y luchando por proteger un río, un páramo, una tierra, así tengan todos los sistemas y todas las balas en su contra. 

Y pues nada chinos y chinas, yo aquí les digo, lo mismo que les he dicho siempre: lean las obstrucciones, pónganse el tapabocas, respeten los límites, sobre todo cuando estos impliquen el cuidado de los demás; pero atrévanse, también, a abrirle grietas a los monumentos, a cambiar letras sin miras a la RAE, o al menos a entender por qué otres querrían hacerlo. Atrévanse a saltarse torniquetes, físicos o metafóricos, cuando toque, y a cuestionar su posición frente al status quo, sobre todo cuando este se parezca a una sistemática hojarasca.

I love you, girls. I love you, guys. Thank you for your knowledge, your chaos and your light.