Visiones guajiras o el burro pintado

 

Compartimos las reflexiones del estudiante Juan Manuel Sánchez sobre su experiencia durante la excursión de Qualia a La Guajira, en septiembre de 2019.

 

Foto tomada del Twitter de @MLLacouture

 
 

Veinticuatro personas entran a un desierto - bueno, no, es un bosque seco. 

Es tierra de nadie, pero les pertenece a muchos, lo que pasa es que es común pensar que esos muchos son nadie. Las bestias que vagan sus dunas, faltas todas de ferocidad, comparten bocaditos de pesimismo. Perros con forma de hiena, perros con huecos en el hocico, perros que son menos perro y más estropajo enredado, híbridos rana-ringlete desdichados, obligados por los dioses a montar en bicicleta y sonreír mientras las flores a las que guarda crecen y lo dejan en su polvo, malditos por ser, eslabones perdidos que nunca nadie buscó, estampas del Gallo Claudio que guardan la puerta de una pollería, orgullosas de su traición, sonrientes ante su falsa conciencia.

La remodelación del lugar fue hace un buen tiempo, y fue de pies a cabeza. Parecía producto de un episodio de Reconstrucción Total, ese programa en que un grupito de bondadosos diseñadores van en un bus regalando fachadas y camas con forma de carro de carreras y liderado por un Ty Pennington burlón. Desde que les ofrecieron pago a los ediles, ellos decidieron poner su granito de arena – o bloquecito de concreto – decorando cada pulgada de sus barrios con impresiones de su cara. Sobre pisos, sobre paredes, sobre techos, en puertas, en escaparates, en cachuchas, en frentes salpicadas de sudor, sobre pechos, en las ventanas de cada carro, sobre los cielos. Habían plastificado casas enteras con estas impresiones (para reforzar la fachada, claro. Es un truco común pegar posters en paredes para protegerlas contra ciclones, empujones, vendavales y cualquier otro desastre "voluntarioso"). 

Nos resulta fácil burlarnos de la idiosincrasia, de lo campechano, de lo pintoresco y de lo pueblerino. Peregrinamos a zonas áridas para robar chistes, para ver cuántas migajas podemos recoger para meter en el tarrito de “colombianadas”. El burro pintado vale diez puntos, la señora del sombrero floral de apellido Pimienta que quiere ser alcaldesa vale cinco, el camión Tommy Hilfiger vale treinta. Pareciera que en La Guajira además de exportar pulseritas, mochilas, y más pulseritas, exportan absurdos para disfrutar en la capital, de esos que nos tomamos lento, que disfrutamos hasta que el estómago gargarea, hasta que nuestro cuerpo nos agradezca guturalmente por el alimento tan ocurrente, tan chancero que ponemos sobre la mesa, por el cosquilleo zumbón que nos da cuando el plato está limpio. Perlas para nosotros, los cerdos contentos. 

Pero cuando ya se lavó la loza, cuando sólo quedan migajas de migajas de migajas de migajas, hay una constancia en el aire, un aroma persistente de gracia, de sinceridad, de autenticidad, lo que hace, intangiblemente, que un caldo Maggi sea un caldo Maggi. 

Esta constancia aparece por todas partes; tal vez su disponibilidad no es tan obvia como la de un chiste fácil, como la de una fruta de rama baja, pero es un componente esencial en cada engranaje, cada tuerca que compone La Guajira. Es la sal de la tierra de la sal de esta tierra; una constancia tan vieja que vio nacer a la arena, que cargó a las montañas en sus brazos, que llenó de agua los mares, que supervisó los 969 años de Matusalén y multiplicó a las aves en la tierra – especialmente aquellas que, sin saberlo, ponen en duda las leyes de la biología con sus cuellos pelones y sus plumas negras, primos del cuervo y amigos de la gallina-. 

También está en la sonrisa de la cocinera de la ranchería, doña Graciela, en la salsa de tomate Fruco sobre la pasta, en el calor del horno de carbón, imperceptible para las señoras domadoras de llamas, pero insufrible para nosotros los nobles incautos. Está en Noelia, en Clemente, en Luna, en su dulzura y en su sesión de fotos improvisada (shoutout a @sofiaarango7 en Instagram); en Tulio, nuestro guía, y las fotos de su hija, y su ex que nos mostraría si no lo hubiese bloqueado; está en Ignacio, el chofer del bus, y su paciencia dirigiendo ese megalodón con forma de bus mientras cruzaba el barro. Está en los sueños de canoas, de besos playeros, de bebés y de serpientes; está en el parqués, en lo que una vez fue arena movediza y pronto se convirtió en un baño de barro. Tal vez está en Sara de Protagonistas y en Freddy Guarín, a quienes nos encontramos en el Cabo de la Vela,  acompañados de un arsenal detrás cámara, y en su posteriores fotos de Instagram. No los conozco, se ven buena gente, quién sabe.  

Algún día bañarán al burro y con el tiempo se pelarán los posters para abrir lugar a otros; en algún momento, lejano o cercano, antes que después, el nombre de Oneida Pinto sólo significará una palabra después de otra; pero siempre estarán las arenas y las arenas y las arenas y la sal de la tierra y las arenas, y las horas.

Siempre las horas. Siempre el amor. 

Referencia

María Lucía Lacouture (@MLLacouture). “Hasta donde llega la ignorancia. Esta pintura puede ser tóxica para el animal. Rechazo (Albania - La Guajira)” 7 agosto 2015, 05:03 pm., [Tuit]. <https://twitter.com/MLLACOUTURE/status/629804976529870848?s=20> [Consulta: 20 noviembre 2019]

 
Mariana Gaviria